Medios para la Paz reflexiona sobre el periodismo colombiano

Por considerarlo de gran importancia, reproducimos con su respectiva autorización, el mas reciente boletín informativo de Medios para la Paz, quizás la más importante organización que defiende y trabaja por un periodismo digno preciso y equilibrado en los tiempos conflictivos que vive Colombia.

Medios para la Paz viene ejerciendo un importante labor didáctica, reflexiva y ética para el cubrimiento del conflicto armado en Colombia y aparte de actividades comunicativas, académicas, también trabaja en la elaboración y divulgación de textos que orienten a los periodistas y los medios frente al reto de cubrir la información en tiempos de conflicto.

Hoy reconocemos no solo su labor, sino que damos inicio a la reproducción de los textos de este boletín informativo como ellos mismos lo dicen, con el espíritu reflexivo y crítico.

Apreciados amigos:

Iniciaremos esta entrega del boletín con un pensamiento de uno de los primeros presidentes norteamericanos. James Madison fue el cuarto presidente de Estados Unidos, entre 1809 y 1817. A pesar de los dos siglos que nos separan de sus palabras, y de la distancia histórica, veremos que su advertencia mantiene una innegable vigencia.

Decía Madison:

"La guerra es, quizás, lo que más hay que temer entre todos los enemigos de las libertades públicas, porque en ella se encuentran, y se desarrollan, los gérmenes de todos los otros enemigos. La guerra es la madre de los ejércitos; de éstos provienen las deudas públicas y los impuestos; y los ejércitos, y las deudas, y los impuestos, son los instrumentos para que unos pocos establezcan su poder sobre la mayoría.

“La guerra amplía la potestad del poder ejecutivo; su discrecionalidad al otorgar puestos públicos, honores, y prebendas lo multiplica; e incrementa los medios para seducir las mentes y sojuzgar así la voluntad del pueblo… También propende a la desigualdad en la consecución de la riqueza, y crea oportunidades para el fraude generalizado… Degenera las costumbres y la ética… Ninguna nación puede conservar sus libertades en medio de una guerra continua”.

A continuación, reproducimos un interesante artículo publicado en el diario El Colombiano, de Medellín, por el columnista y escritor colombiano, maestro de este oficio, Javier Darío Restrepo, el día 22 de abril del presente año.
JD Restrepo, miembro de Medios para la Paz, ha publicado, entre otros, Ética para periodistas (1991) en colaboración con María Teresa Herrán; La revolución de las sotanas (1995), Testigo de seis guerras (1996) y El zumbido y el moscardón. Además, conduce talleres de periodismo en múltiples instituciones.


A propósito de las heridas que está dejando la guerra en el lenguaje

Javier Darío Restrepo – Diario El Colombiano – Medellín

Los guerreros celtas entraban al campo de batalla totalmente desnudos, blandiendo sus armas rudimentarias y aterrorizando con sus alaridos, más sobrecogedores que su mismo aspecto feroz.

El grito ha sido arma de guerra y así lo confirman los relatos de policías colombianos que al recordar los asaltos guerrilleros a los que habían sobrevivido destacaron: "nos gritaban ¡hijueputas, ríndanse! Y nosotros les devolvíamos los insultos, cuando todavía no se había disparado un tiro".

La palabra de la guerra, así descrita, es un regreso al grito primitivo, al jadeo del miedo, al monosílabo amenazante o agónico. Los lingüistas han investigado esas etapas primitivas del lenguaje y algunos concluyeron que las palabras nacieron del grito. Pensaban, por tanto, que el lenguaje de la guerra puede ser eso: un regreso; también puede ser una perversión.

Pero hay lingüistas que no se conforman con la explicación del regreso, porque según ellos, ni el grito, ni la onomatopeya pueden ser los padres de la palabra.

Las palabras vienen de un lugar tranquilo, anota Danilo Cruz en nuestros tiempos; y desde la antigüedad Aristóteles había hecho la distinción entre la voz, que también la tienen los animales, y la palabra con que el hombre manifiesta lo justo o lo injusto, la dicha o la desdicha. Los diferencia el sentido, que es la condición indispensable de la palabra, dicen los lingüistas de hoy, y entre ellos Wilhelm von Humboldt quien ve a las palabras fluyendo de las profundidades de la humanidad.

Las palabras de la guerra no son nada de eso. Suenan articuladas, son cuasi discurso, pero aparecen más cercanas a la interjección y a la voz del instinto, que a ese producto del trabajo interior que ven los filósofos en la palabra. Los lingüistas ahondan y encuentran que el lenguaje y el sentido idiomático sólo existen cuando hay comunidad idiomática.

Es decir, la idea de lenguaje es inseparable de las nociones de comunicación y de comunicabilidad. En la guerra, en cambio, todo esto se destruye. Con la misma eficacia con que se dinamitan o bombardean puentes y carreteras, explota el lenguaje que es ese puente que une a los hablantes. Por eso concluía Arendt que la guerra es muda.

Y esta es una mudez que es el resultado de la perversión de la palabra. En sus recuerdos de Auschwitz, Primo Levi escribió: "me di cuenta de que el alemán de la prisión, gritado en alaridos, sembrado de obscenidades, sólo tenía una vaga semejanza con el lenguaje exacto y austero de mis libros de química y con el alemán melodioso y refinado de la poesía de Heine… era una lengua aparte, una variante bárbara, que un filólogo llamó lingua tertii imperii, porque donde se violenta al hombre se violenta también el lenguaje".

"Destruido el lenguaje, agregaba, el uso de la palabra para comunicar el pensamiento, ese mecanismo necesario y suficiente para que el hombre sea libre, había caído en desuso… No éramos ya hombres; con nosotros, como con las mulas, no existía una diferencia sustancial entre el grito y el puñetazo".

Este es, podríamos pensar, un caso extremo de perversión, pero emparentado con todas aquellas traiciones al lenguaje que, finalmente, llegan a despojarlo de su naturaleza. La palabra es dinámica, construye. Las aladas palabras, decía Homero, además de las obras modifican la conducta de los hombres, son vínculo para que surja una forma nueva de sociedad.

Y comentaba Lledó, la palabra descubre la única posibilidad de romper el oscuro horizonte de la guerra.

Como si la suerte de las palabras y del lenguaje estuviera ligada a la presencia de la paz o de la guerra. Se percibe esa realidad en la iniciativa de un grupo de periodistas colombianos que se dedicaron a rehabilitar palabras heridas en un diccionario para desarmar la palabra.

Recogieron las palabras heridas por la guerra, pusieron al descubierto las lesiones que el odio había dejado en ellas, recuperaron su aspecto original y las entregaron a los lectores -especialmente periodistas que informan sobre la guerra- para un proceso de recuperación.
La suya es una tarea conmovedora por lo semejante a la de médicos, enfermeras y terapistas que recuperan los miembros destrozados de las víctimas de las minas, las granadas, las bombas y las balas. Me temo, sin embargo, que esa meritoria tarea de una rehabilitación de las palabras es apenas una parte de un trabajo más exigente y largo.

¿Basta, en efecto, una operación rescate de las palabras destrozadas por los violentos y los guerreros? ¿Será necesario escribir nuevos diccionarios? ¿En dónde está el problema: en lo hablado o en el hablante? ¿Dónde ubicar la perversión, en las palabras o en sus usuarios?

Explicaba el lingüista von Humboldt que el lenguaje persigue la conquista de una visión propia del mundo.

Eso hacen las palabras: ordenar el caos de datos de los sentidos y elaborar una visión previa, un borrador de la realidad. Entre las personas y la realidad se interpone la lente de las palabras. El lenguaje es, por tanto, un verdadero mundo que el espíritu coloca entre sí mismo y los objetos.

Esta reflexión de los científicos, aplicada al lenguaje de los violentos, los que hacen la guerra o los que golpean, hieren o matan en los hogares, deja en evidencia que la violencia no está en las palabras sino en los que hablan. Hechas a imagen y semejanza del mundo interior de las personas, las palabras no son las que tienen que cambiar, sino el mundo interior de quienes las utilizan.

No es que el violento deforme el lenguaje, es su manera de acercarse a lo real, preelaborado a través de las palabras. Así como las palabras tienen el poder de crear y modificar las realidades, es un hecho que la visión de las realidades altera las palabras.

Esa interacción intensa entre la realidad y las palabras es la que presiente el Popol Vuh cuando sentencia que la palabra dio origen al mundo. Es la misma sabiduría que alienta en los Upanishads cuando ordenan meditar sobre el lenguaje: si no hubiera lenguaje no podría conocerse lo bueno ni lo malo, lo verdadero ni lo falso, lo agradable y lo desagradable. El lenguaje es el que nos hace entender todo eso".

Antigua sabiduría que nos hace entender la inmensa riqueza y el amplio avance que significó el paso desde el aullido y el alarido, hasta la palabra y el lenguaje; y el enorme retroceso que representa la degradación de la palabra cuando se convierte en el grito irracional de los guerreros o de los que odian como ellos.

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El semanario L´Espresso es uno de los dos semanarios más influyentes de Italia hoy (el otro se llama Panorama). Se publica en Milán. Recientemente acogió un artículo de ese multifacético escritor piamontés (novelista, semiólogo, medievalista, filósofo) llamado Umberto Eco.

Este escritor es universalmente conocido sobre todo por su novela llamada El nombre de la rosa, que ha sido traducida a muchas lenguas y ha sido objeto de incontables ediciones. Traemos aquí sus breves pero interesantes notas sobre un tema que surge cada vez con mayor frecuencia cuando se reflexiona sobre el futuro de la prensa escrita del mundo.

En su artículo se concentra en un aspecto que no recibe mucha atención por parte de los lectores de la información, pero que posee unos significados cuya relevancia no es aún desvelada en su totalidad ni al público ni a los mismos periodistas. Leamos para enterarnos

Para qué sirven los diarios

Por Umberto Eco
L'Espresso
(Traducción de Helena Lozano Miralles)

Durante algunos días los periódicos italianos han salido sin las firmas de sus autores, por lo menos las de los periodistas de planta, no las de los colaboradores extranjeros u ocasionales. Fue una forma de protesta por parte de los periodistas profesionales. He estado de viaje casi todo el mes y no he entendido si la regla valía también para los semanarios (por razones extremadamente misteriosas, se pueden encontrar diarios italianos de la misma mañana incluso en Tombuctú, pero en París y en Zurich los semanarios llegan con siete días de retraso, cuando se tiene suerte).

Si la regla vale también para L'Espresso, estoy dispuesto a anonimizarme por solidaridad, aunque tratándose de una columna donde sale también mi caricatura me parece un poco ridículo figurar sin nombre, pero con retrato, a menos que sustituyamos el retrato por un manchón negro.

Ahora bien: el problema no es personal. Estoy reflexionando, más bien, sobre mis sensaciones de lector que se ha encontrado ante artículos acéfalos, por definirlos de alguna manera, donde alguien me habla y no sé quién es, con la añadidura de que, como buen lector italiano, estoy acostumbrado a que los editoriales del periódico estén siempre firmados, no sólo las columnas de opinión.

Alguien podría objetar: "Perdona, un periódico da las noticias y se espera que lo haga de forma verídica, por lo cual si la noticia que te da es importante y tú supones que es verdadera ¿qué te importa quién te la ha dado?". Objeción férrea si los periódicos fueran todos como esos cuadernillos que se distribuyen gratis en el metro, donde se nos dice, precisamente, que ha habido un nuevo atentado en Bagdad, que ha nevado en el Caribe mientras crecían plátanos en Estocolmo (casos, por desgracia, cada vez más probables), o que Silvio Berlusconi se ha sentido mal durante un acto político. El caso es que los diarios están dejando de ser así.

Han pasado los tiempos en los que se discutía si la prensa era objetiva y si se podían separar los hechos de las opiniones, y cómo. Me acuerdo de furibundas aunque muy cordiales discusiones con Piero Ottone. El defendía un periodismo que entonces llamábamos "a la inglesa", en el que se separaban los hechos de las opiniones (creo que Ottone se ha resignado, puesto que ahora publica únicamente una columna de opinión), y otros sosteníamos que incluso allí donde esta diferencia se respeta formalmente (un ejemplo modélico es The New York Times, donde los artículos de opinión, firmados, están sólo en las últimas páginas, junto a las cartas de los lectores, y lo demás deberían ser hechos), pues bien, que incluso en ese caso el mero hecho de poner dos sucesos en la misma página (por ejemplo, dos noticias que tratan de un asalto a mano armada por parte de bandidos calabreses) se convierte ya en la sugerencia de una opinión, y que muchos reportajes anglosajones en los que se cita entre comillas a dos señores con opiniones contrarias sobre el mismo hecho suelen ser bastante hipócritas, puesto que es el periodista el que ha elegido a quiénes iba a citar. Pero el problema no atañe ya a aquella antigua polémica.

El problema es que un periódico hoy en día se encuentra en la situación de tener que hablar de hechos de los que ya ha hablado ampliamente la televisión un día antes, por no hablar de los que leen las noticias frescas en Internet. Y, por lo tanto, no puede comportarse como un periódico que, opiniones aparte, da noticia de los hechos, porque si no el lector dejaría de leer los periódicos. Véase, por ejemplo, el Corriere della Sera, que, en la página final, pone una especie de sumario de los hechos relevantes del día anterior. Excelente para los que tienen poco tiempo o no han visto los noticieros de TV (pero si el acontecimiento es notable ya le habrá llegado un mensaje de texto de un amigo). Ahora bien: si esa fuera la función de un periódico, el Corriere della Sera podría distribuirse gratis en las estaciones con formato de tarjeta de visita, lo cual no llenaría de dicha a sus propietarios, supongo.

Yo cito siempre dos episodios. Uno, la bomba de Piazza Fontana. Cuando sucedió, yo estaba en Nueva York (me divierto coleccionando coartadas para todos los delitos y matanzas) y se me informó del hecho muy temprano, teniendo en cuenta que Nueva York está seis horas adelantada respecto de Italia.

Preocupado, llamé a Milán, y mi mujer, que todavía no había visto el programa de noticias de la noche, no sabía nada. Digo siempre que supe de la matanza con seis horas de antelación. No es verdad, pero da la idea. Muchos años después, a las seis de la tarde, un amigo periodista me llamó diciendo que había muerto Bettino Craxi. Inmediatamente después me llamó por otros motivos mi secretaria y me pareció interesante darle la noticia. Lo sabía ya: alguien le había mandado un mensaje de texto. Llamé a mi mujer. Lo sabía ya: se lo habían dicho por teléfono antes de que la televisión diera la noticia. Díganme ustedes, entonces, para qué sirve un periódico.

A estas alturas, un periódico sirve para empaquetar los hechos con opiniones. Es lo que ahora les pedimos, y puesto que se trata de opiniones sobre los hechos, queremos saber quién expresa esa opinión, si es un autor de quien nos fiamos o un escritorzuelo que habitualmente menospreciamos.

Por eso, un periódico que hace huelga suprimiendo las firmas se vuelve mudo, lo cual significa que la protesta sindical tiene su relevancia